Es el primer cocinero argentino en haber conquistado no una sino dos étoiles Michelin, galardón que es sinónimo de la máxima gastronomía mundial. Condecorado con la Orden de Caballero por el gobierno francés, desde su restó en la Costa Azul lleva los conceptos de refinamiento y rigor más allá de las fronteras. Formado junto a Bernard Loiseau, Alain Passard y Alain Ducasse —la élite de los chefs galos—, el joven platense apuesta a su inminente desembarco en el mercado asiático. Y asume su deuda pendiente: ser profeta en su tierra.
Durante esos años que marcan a fuego la transición de niño a hombre sin escalas —y también sin pasaje de vuelta—, aprendió que, en la primera línea, no hay fortaleza mayor que la determinación. También comprobó que de nada sirve la fibra física sin maña, que poco importa el nervio mental sin objetivo, que no basta el hálito espiritual si falla la imaginación. Durante esos años en los que se lució como pilar en las inferiores de La Plata Rugby Club, forjó el carácter autodisciplinado que le permitió triunfar, poco más de una década después, en una liga mucho más competitiva e implacable: la haute cuisine francesa.
Así se explican los apabullantes méritos de Mauro Colagreco, el primer —y único— chef argentino —y latinoamericano— en haber obtenido dos de las tres estrellas Michelin, distinción que comparte con poco más de 80 cocineros en todo el mundo en la reciente edición de la exigente guía. Pero su caso es más singular aún: recibió la primera étoile a 9 meses de la apertura de su restaurante Mirazur, en la Costa Azul franca, y la segunda llegó en febrero último, en coicidencia con la elección de su reducto entre los 10 restaurants worth a plane ride, ránking publicado por The New York Times, auténtica bitácora de sibaritas y mundanos. Antes, en 2007, a un año de su debut oficial, fue consagrado como revelación por la prestigiosa guía Gault & Millau que, en 2009, sorprendió al mundillo gastronómico al ungirlo como cocinero del año, galardón que por primera vez atribuyó a un extranjero. Después, entre abril y mayo pasados, se ubicó en el puesto 24 entre los World’s best restaurants de los premios San Pellegrino y fue condecorado como Chevalier des Arts et des Lettres por el gobierno galo, un abierto reconocimiento a su contribución a la difusión de los valores culturales de Francia en el mundo.
Honores, loas y distinciones que, a sus 36 años, Colagreco asume con una naturalidad pasmosa. Con esa sangre fría y esa humildad febril que lo caracterizaba como pilar en el equipo de rugby con el que se consagró campeón nacional todos los años, entre sus 14 y sus 17. “En esa época, ya había detectado en él ese carácter determinado: arrancaba y arrasaba con todo. ¡Era una bestia!”. Decir que Luis Colagreco es el orgulloso padre del chef argentino más encumbrado del momento es decir lo obvio. Y, sin embargo, es imposible obviarlo. Contador, casado desde 1965 con Rosa América, escribana, fue padre de Ana, Laura y Carolina hasta que llegó el varón. Y con él, la inquietante experiencia de verse reflejado y saber quebrar a tiempo ese espejo en que sólo uno de ambos podía mirarse. “Mauro coqueteó con la carrera de Económicas, influenciado por el abuelo materno, que era abogado y le decía que tenía que hacerse cargo de mi estudio, que tenía mucha trayectoria. Un día me preguntó qué pensaba. ‘Mirá, el proyecto es bueno porque te recibís y te dejo el estudio funcionando. No vas a tener un pasar importante pero, con tu energía y juventud, vas a vivir bien. Pero hay una condición: te tiene que gustar. Si no, mi consejo es que no sigas’. Entretanto, mi hermana Graciela apareció con la novedad de que Gato Dumas abría su escuela de gastronomía. Y Maurito fue a una de las charlas, para ver de qué se trataba. Cuando volvió, dijo que le había venido una adrenalina que no había sentido nunca. Nosotros somos de buena mesa, así que no me sorprendió su elección”, evoca.
Siguieron tiempos de esfuerzo, que Mauro transitaba entre prácticas laborales y formación profesional. Fue entonces cuando apareció en su camino Beatriz Chomnalez, verdadera prócer de la gastronomía argentina formada en Le Cordon Bleu y especializada en patisserie de alto vuelo. Luis Colagreco no logra nombrarla sin quebrarse en llanto: “Me emociona, es una divina total. Amadrinó a Maurito y lo aconsejó muy bien. Fue muy generosa al prepararlo para que triunfara en Francia. Hasta le consiguió una profesora para que perfeccionara su vocabulario”.
De su mano, el flamante cocinero trazó un plan: perfeccionarse e insertarse laboralmente en la mismísima cuna de la alta gastronomía. “Había algunos institutos que eran muy caros, que estaban fuera de nuestro alcance. Hasta que dio con el Lycée Hôtelier de La Rochelle. Mandó la solicitud y lo rechazaron porque consideraban que su dominio del francés no era suficiente. Su hermana Laura, que había estudiado cuatro años en La Sorbona, le aclaró: ‘Ellos siempre te dicen primero que no. Después que te ven, aflojan’. Decidió escribir una carta al departamento de admisiones explicando que había estudiado el idioma desde chiquito, aunque eso no se tradujera en su CV. No le contestaron. Entonces, nos dijo: ‘Me voy igual’. Le habían recomendado un lugar en Bordeaux, a cinco horas de auto de La Rochelle, donde dictaban excelentes cursos para perfeccionar la lengua. Cuando llegó, lo primero que hizo fue llamar al director del Lycée: ‘Estoy aquí, estudiando francés. Lo veo en unos meses’. Y le mandaron una nota aceptándolo en la academia, nomás”, relata con los ojos sonriendo satisfacción.
Culinary journey
Mauro Colagreco llegó a Francia en 2001. Un año después, entró en funcionamiento la segunda etapa del plan concebido con su mentora Chomnalez: hacer su práctica profesional con Bernardo Loiseau, uno de los impulsores de la nouvelle cuisine y cuyo restaurante Côte d’Or, en Borgoña, acumulaba las codiciadas tres estrellas Michelin. “Cuando Maurito sugirió ir ahí, en el Lycée le aclararon que no tenían convenio para pasantías. Y le comentaron, como al pasar, que allí sólo estaban los mejores. ‘Justamente por eso quiero ir a aprender’, les contestó. Entonces, mandó su currículum. ¡Y Loiseau le dijo que sí! Cuando se cumplió el plazo, el chef le ofreció un puesto. Me acuerdo que me consultó: ‘Quiere que me quede con él’. Le recordé que él no había ido hasta Francia para estudiar en el Lycée, sino para aprender con cocineros de esa envergadura”, revela el patriarca del clan Colagreco.
En 2003, tras la trágica muerte de su primer tutor en suelo francés —Loiseau, el primer chef del mundo en cotizar en Bolsa, se suicidó de un escopetazo tras una baja en su calificación en la guía Gault & Millau, los rumores de que también perdería una de sus estrellas, el acoso de las deudas—, Mauro Colagreco migró a París para trabajar en L’Arpege a las órdenes de otro dios del olimpo culinario: Alain Passard. A la obsesión por el detalle y la rigurosidad técnica que había aprehendido de Loiseau, sumó la sensibilidad y creatividad de su polémico nuevo maestro, quien había revolucionado los fogones de principios del siglo XXI al volcarse al vegetarianismo y demostrar que una carta basada en ingredientes naturales y orgánicos bien podía inscribirse en la historia grande de la alta cocina francesa.
Tiempo después, Colagreco decidió medirse en otro desafío: cocinar en un hotel de ultra lujo. A las órdenes del venerado Alain Ducasse, en el restaurante del parisino Plaza Athenée comprobó que el refinamiento del servicio y la perfección en la gestión del negocio no eran meras proclamas marketineras del top chef, quien lidera un imperio que nuclea 27 restaurantes en 8 países, chateaux y hoteles de colección, escuelas de cocina y una casa editorial, empleando a más de 1.400 personas.
«Pero fueron tiempos muy difíciles para mi hijo. Vivía como si fuera un estudiante en La Plata: en una pensión, siempre con la misma ropa, sin darse gustos personales, dedicándose casi 20 horas por día al restaurante, para colmo recién casado. Desde la distancia, le aconsejaba que se cuidara físicamente, que no se angustiara. Maurito encontró su vocación sin esfuerzo, pero todo lo que logró ha sido a costa de un gran sacrificio personal”, vuelve a emocionarse don Luis. Porque, en los escasos 6 meses que se extendió el agotador stage, Mauro Colagreco experimentó una de esas crisis vocacionales que suelen ser el kilómetro cero de las historias de éxito de los emprendedores. Es hora de darle voz al protagonista.
¿Hasta qué punto esa experiencia extrema fue una bisagra en su carrera?
Los inicios siempre son duros porque uno no sabe qué será de su vida estando en un país donde todavía no tuvo tiempo de arraigarse, de armar un círculo de afectos. Pero, sin dudas, lo que viví trabajando para Ducasse fue lo más difícil de mi carrera: durante 6 meses, entraba a trabajar a las 6.30 de la mañana y salía a las 2. Me acuerdo que terminaba cada servicio llorando del cansancio. Entré en una depresión tan grande que incluso me planteé dejar la gastronomía. Hasta llegué a enviar mi currículum a la Guía Michelin postulándome como inspector de restaurantes. Mi ahora ex esposa fue de mucho apoyo en ese momento en que sólo quería volverme a La Plata.
Y entonces apareció la gran oportunidad…
Me venía preparando para cumplir ese sueño desde hacía tiempo: cada vez que llegaba a casa, aunque fuera tarde, me sentaba frente a la computadora, pensaba el plan de negocios, imaginaba el menú, hacía cuentas para ver qué me podía permitir con mis ahorros. Siempre digo que era demasiado joven e inconsciente al haberme metido en Mirazur, un restaurante que llevaba cuatro años cerrado y que arrastraba mala reputación; que además está en Menton, un pueblo hermoso pero de paso entre Francia e Italia; y que es un elefante de cuatro pisos, claro que con una de las mejores vistas de la Costa Azul, en una ladera sobre el Mediterráneo. Pese a todo, nunca pensé que no iba a poder llenar el restaurante cuando firmé el contrato con su propietario, el empresario Michael Likierman (N. de la R.: Una de las 10 fortunas de Gran Bretaña). Éramos menos de cinco en el equipo, pero nos organizamos: a los 6 meses ya nos eligieron como restaurante revelación del año y, a los 9, nos llegó la primera estrella Michelin.
En una reciente charla en la escuela de Gato Dumas, donde se formó, aclaró que, pese a los laureles, no vive del restaurante sino de las giras de capacitación y asesoramiento. ¿No puede relajarse uno de los mejores cocineros de Francia?
Cuando empecé estaba solo, con una estructura muy grande y sin capitales detrás. Como el trabajo era irregular, porque Menton es un balneario donde la temporada no es corta pero tampoco dura todo el año, se me ocurrió abrir de abril a octubre, y dedicar los otros tres meses a la búsqueda, el desarrollo y la investigación. Fue una decisión por motivos económicos que me permitió dedicarle ese tiempo ganado a un plan de actividades paralelas que resolviera mis finanzas, como el asesoramiento y la capacitación en hoteles y restaurantes, desde la Argentina hasta los Emiratos Árabes. Hoy en día el restó llegó a un nivel donde no pierde dinero pero, de todos modos, no es que pueda vivir realmente de su explotación. Tal como estructuré mi negocio, con 10 personas en la cocina, cinco administrativos, servicio de calidad e insumos de primera línea, mis gastos fijos son muy importantes. Sin embargo, no subimos los precios: desde que recibimos la segunda estrella, en febrero, tuvimos un aumento del 70 por ciento de ventas, lo cual es de un impacto absoluto, pero mantuvimos el menú de mediodía a 39 euros y el menú degustación a 120 euros.
¿Cuál es su estrategia para el mediano y largo plazo?
Mirazur seguirá siendo mi casa-madre, el restaurante donde me exprimo y me inspiro en la búsqueda de tendencias y productos. Pero ahora estoy interesado en venir a hacer algo de este lado del mundo, quizás en Brasil o en la Argentina. Creo que, después de 6 años de trayectoria y habiendo llegado tan alto, me puedo permitir crecer un poquito más. Me gustaría tener un pie en mi país, mostrar mi cocina y romper con ese mito de que soy un chef desconocido o inaccesible para los que nunca pudieron probar mis platos, excepto en el hotel Alvear y en el restaurante Unik, en Palermo, que, de todos modos, son pequeños ensayos donde aporto una línea de dirección pero que no tienen nada que ver con lo que hago en Mirazur.
Se rumorea que, en breve, abrirá su primer restaurante con su nombre…
¡Sí, voy a desembarcar en Asia! Junto a Marcelo Jouliá (N. de la R.: Arquitecto argentino radicado en Francia, donde se consagró con la Cité Numerique, una usina cultural orientada a la producción visual con hipertecnología virtual, fue elegido para construir el primer Club Med en China y es el propietario de Unik, el restó palermitano al que Colagreco asesora) vamos a abrir un complejo de 1.300 metros cuadrados en Shangai: Único será un bar lounge con tapas sudamericanas reinterpretadas y Colagreco será un restaurante con un concepto de cocina de vanguardia muy parecido al de Mirazur, a tal punto que estamos llevando semillas desde Europa para el huerto que tendremos allí. Nunca se me ocurrió que mi primer restaurante con mi nombre estaría en Asia. Pero, después de mi primer viaje a la región, me impresionó esa clientela potencial, dispuesta a invertir en experiencias gastronómicas de alto nivel.
Físicamente, trabaja en una zona de frontera. ¿Le sucede lo mismo a nivel profesional?
Ojo que allá me consideran directamente un chef francés (risas). En realidad, mi cocina se ha destacado por ser totalmente libre y personal, sin limitaciones.
Una de las etiquetas que más le atribuyen es la de minimalismo vegetal. ¿Se reconoce en esa cuerda?
Es muy difícil resumir, en una frase o un concepto, todo un trabajo realizado durante tanto tiempo, y tan variado… Si tuviera que asociar mi cocina a algunas palabras, claro que las frutas, las verduras y las hierbas están muy presentes en mis platos, al punto que a veces son más importantes que otros ingredientes. Sin embargo, no estoy enfocado exclusivamente en lo vegetal. Creo que se me asoció porque justo estaba trabajando con Passard, considerado el mejor rotisseur de París, cuando decidió, de un día para otro, no cocinar más carnes porque no quería correr el riesgo de enfermar a sus comensales en plena época del mal de la vaca loca.
Ha confesado que, al instalarse en Menton, cuyos jardines y huertos tienen fama de ser los mejores de Francia, descubrió productos y sabores que le hicieron abandonar las recetas preconcebidas para adaptarse a la generosidad del entorno. E incluso armó su propia huerta.
¿Considera que el futuro de la gastronomía se vincula con la economía regional y el autoabastecimiento?
Por ahora es una tendencia que avanza. Y espero que no quede en una moda pasajera. Arrancamos con el huerto propio desde el principio porque queríamos tener un acercamiento a los productos de Menton, que es conocida como la ville du citron porque allí se cultivan los mejores pomelos, limones, mandarinas, naranjas, kinotos y nísperos. Además, su microclima tan maravilloso permite que sea el único lugar de Francia donde crecen bananas, y también tiene excelentes olivares y quesos.
Tener toda esa paleta de sabores a mano me convenció de que lo mejor era montar un huerto para, además, apoyar el consumo de los alimentos que se producen en las cercanías, en vez de traerlos del otro lado del mundo, con lo que implica en cuanto a carga de toxinas, costo de combustible e impacto en la economía del lugar. Desde luego, fue difícil, en términos de reflexión, plantearse no hacer postres con coco, mango, ananá o fruta de la pasión, por ejemplo. Pero creo que los cocineros deberíamos ser más conscientes en cuanto a nuestra responsabilidad con el medio ambiente. Siempre digo que mis verduras son las más felices del mundo porque crecen con una vista increíble, ya que tuvimos que armar el huerto en terrazas, entre la montaña y el Mediterráneo. No usamos agroquímicos ni pesticidas, obtenemos el compost del reciclaje de la basura y apostamos a la biodiversidad. El pasado verano, por ejemplo, produjimos 43 clases de tomates, entre variedades precoces y tardías, que me permitieron cubrir mi temporada de servicio. Incluso sembramos algunas que se han dejado de cultivar en el mundo porque no son rentables: una planta quizás te da cinco unidades en toda la temporada, pero de un color y un sabor fantástico que no se aprecia en este mundo en el que todo tiene que producir al máximo. Gracias a este trabajo estamos llegando a un acuerdo con el conservatorio de semillas de Francia por el cual nos darán especies únicas para que las implantemos y conservemos.
Vista su meteórica carrera, ¿cuál fue el consejo que mejor capitalizó?
Me dejó muy marcado la charla previa a mi inscripción en la escuela de Gato Dumas, porque él nos planteó la profesión muy crudamente, bien opuesto al discurso que debería dar alguien que quiere sumar alumnos (risas). Nos aclaró que es un trabajo sin horarios, que te hace estar lejos de la familia, al margen de los momentos más felices, sudando y sacrificándote. Eso lo tuve siempre en cuenta para recordarme que yo elegí estar donde estoy. Pero, sin dudas, mi mejor guía ha sido mi padre, que siempre nos inculcó el valor del trabajo y el esfuerzo. A esa educación que tuve desde mi infancia le sumo mi personalidad: cuando me pongo algo en mente… Por eso, si alguien me pidiera un consejo a mí, hoy le diría que lo imposible no existe, que siempre hay una chance de llegar, aunque no sean cómodos los caminos: cuando se quiere, se puede.
¿Qué virtudes heredó de su familia?
Es un lindo ejercicio (se emociona). La testarudez es de mi madre, aunque no se si conviene publicarlo (sonríe). La perserverancia, de mi padre. La locura, de mi hermana Ana. La bohemia, de mi hermana Laura. Y los pies en la tierra, de mi hermana Carolina.
¿Y cómo se le ocurriría agradecerles por ese legado?
Me acuerdo de mi abuela paterna, Amalia, que ya no está. (Entre sollozos) Me gustaría tanto que volviéramos a compartir un almuerzo en esa casa donde viví por primera vez lo que es el amor en torno a una mesa.
FUENTE: Entrevista publicada en el Cronista.com