LA FÓRMULA DE LO AUTÓCTONO

La revalorización de los alimentos de los pueblos originarios está respaldada por una comprometida investigación científica que en Argentina lleva diez años. La quinoa, la chía y el amaranto en el laboratorio.

«El arroz de los astronoautas”. En 2008, así llamaron los principales medios estadounidenses al novedoso alimento que los nutricionistas de la NASA habían decidido incorporar a la dieta de los intrépidos viajeros: la quinoa. Como si ese apodo no bastara, las descripciones hablaron de un “grano sagrado”, de un “secreto preincaico” y de una “semilla milagrosa”.  De pronto, el mundo se enteró de que en ciertas regiones de Latinoamérica, entre ellas Argentina, crecía un alimento que cumplía mejor que cualquier otro cereal con los requisitos nutricionales para tareas como, bueno, salir del planeta.

La noticia del super alimento puede haber sorprendido a muchos pero no sorprendió a Sara Maldonado, profesora del Departamento de Biodiversidad y Biología Experimental de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires e investigadora del CONICET.  En 1998, diez años antes del anuncio del “arroz de los astronautas”,  Sara trabajaba en el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y justo por ese entonces, a pedido de un ingeniero agrónomo pionero en la investigación del cultivo de la quinoa, Daniel Bertero, había emprendido estudios sobre este particular cereal.

Otros elementos habían confluido para que la atención cayera sobre la quinoa. Uno fue especialmente llamativo: a fines de los ’90, el índice de desocupación y pobreza tocaba límites alarmantes y en zona oeste, donde se encuentra el INTA, no era extraño llegar a los cultivos destinados a las investigaciones y encontrar que los maizales habían sido despojados de choclos por gente de alrededores que sufría hambre.

“Por ese entonces, cuando agarraban algo de las cosechas, siempre se llevaban los choclos, que era lo que conocían. Nadie pero nadie tocaba la quinoa, no sabían ni qué era”, rememora. “Muchas veces, lo único que quedaba para estudiar, era lo menos popular”, explica con naturalidad. Por entonces, enfocarse en esos alimentos, tampoco era usual. Los estímulos económicos para indagar en lo propio, en lo local, desde la investigación, no sobraban y los descubrimientos, si es que los había, tampoco eran demasiado festejados o aprovechados. Ni en nuestro país, ni internacionalmente.  Pilar Buera, doctora en Ciencias Químicas y compañera de algunos proyectos de investigación de Maldonado, lo resume así: “Nunca sabíamos si a las revistas científicas de afuera les interesaría publicar las conclusiones, más de una vez desestimaban los informes por considerarlos demasiado regionales y poco interesantes para la comunidad global”.

Operativo Retorno. Las cosas comenzaron a cambiar lentamente en el 2001. Por un lado, la ola de terrorismo post atentados de aquel año permitió una suerte de revalorización de la seguridad que brindaba lo local. Por el otro, la excesiva globalización impulsaba a la búsqueda de cosas únicas y singulares en otras partes del mundo. Y, finalmente, las crisis económicas en las que se subsumieron muchos países, entre ellos, Argentina, obligaron a todos: empresarios, chef e investigadores, a rever “lo que había a mano”. Lo que pasó con la quinoa algunos años después fue perfectamente representativo de lo que comenzaría a suceder con otros frutos, semillas y verduras de la zona: después de casi dos siglos de franco proceso de despopularización, una nueva luz se posó sobre ellos.

El “regreso” de la quinoa, el amaranto, la chía, mandioca, papines andinos y el maíz púrpura no sólo comenzó hace alrededor de ocho años, en formato de una nueva tendencia gastronómica concentrada en enaltecer lo local por sobre lo global. El camino desde el campo hacia el plato tuvo una escala no tan evidente y sin embargo importantísima en el proceso de revaloración: el laboratorio.

En la última década, cientos de investigadores nacionales volcaron sus objetos de estudio hacia el conocimiento de las propiedades de aquello que consumían los verdaderos dueños de estas tierras, los pueblos originarios, especialmente los incas, los aimaras y otros pueblos autóctonos que cultivaron y consumieron estos alimentos que llamamos andinos. Más que un redescubrimiento, se trató de una reinterpretación: cuesta creerlo pero hasta la fecha, nadie se había tomado el trabajo de analizar qué tenían estos alimentos para dar, más allá de lo que las tradiciones orales rescataban.  Y entonces, algunas cosas comenzaron a pasar.

Como explica Javier Ortega, director de la Fundación ArgenInta, orientada al desarrollo agropecuario a nivel local, “si tenemos en cuenta una línea histórica, en nuestro país, el consumo de estos alimentos ha disminuido desde la conquista, momento a partir del cual fueron fuertemente desvalorizados. Luego, se ha reducido nuevamente su consumo a partir de la globalización y de las nuevas formas de distribución y comercialización de alimentos a partir de las cuales han sido reemplazados en las dietas locales por arroz y fideos producidos en otros lugares”.

Es por esto que recién en la última década se descubrieron por primera vez propiedades asombrosas que explicaron, en parte, la supervivencia de pueblos milenarios en contextos tan adversos como la Patagonia o el Norte argentino, zonas que jamás dispusieron de grandes recursos naturales en lo que a alimentación se refiere. Y no solo eso: también se hallaron posibles usos medicinales, industriales y hasta cosméticos impensados. Como si, de pronto, el repertorio de alimentación del mundo se hubiese expandido, muchas personas se volcaron al pasado y a una suerte de sabiduría que, lejos de ser intuitiva, era práctica y racional, después de todo, para las civilizaciones precolombinas, lo que hacía bien al cuerpo era vivido cotidianamente.

Pero si lo más escépticos aún tenían dudas,  los científicos encontraron pruebas que convencieron hasta a la gente de la NASA. Hoy se sabe que lo que antaño se conocía como “saber popular”, no se equivocaba: la quinoa tiene mas proteínas que cualquier cereal que conozcamos, la chía puede regular el azúcar en sangre y el maíz púrpura tiene muchos más efectos antioxidantes que el maíz común, entre otras cosas. En un encuentro más que feliz entre lo que a la ciencia le interesa -explorar lo inexplorado– y  lo  que al mercado le conviene –vender nuevos productos- muchos investigadores hallaron campo de investigación, salida laboral y la posibilidad de hacer aportes novedosos en buen diálogo con el contexto internacional. Encontraron, también, una esperanza bien fundada de, a mediano y  largo plazo, ayudar a los mercados locales a desplegar sus alas. Aunque el cálculo, hay que estar atentos, también puede fallar.

Nuevos desafíos. Una vez más, el caso de la quinoa puede ser paradigmático y obliga a los gobiernos regionales a estar atentos. Cuando un alimento se convierte en vedette de platos  estadounidenses y europeos, la “bendición” puede traer problemas. “Es importante tener en cuenta que en el mundo entero se aborda estos alimentos desde lo social y lo cultural, su consumo se vive como una experiencia”, explica Ortega, para hacer hincapié en la suma de valor agregado que implica su procedencia.  Sin embargo, en el caso de la quinoa, la escasa producción local por falta de incentivo económico hizo que mucho de los beneficios de este auge fueran capitalizados por países productores, como Bolivia. Sin embargo, lejos de que esto implicara beneficios ecuánimes para los habitantes de ese país, el incremento de la demanda aumentó  también el precio internacional (lo cuatriplicó) y lo volvió inaccesible para muchas comunidades latinoamericanas, especialmente las andinas, que lo consideraban un alimento indispensable hace siglos.  Esto sembró el miedo a la desnutrición en uno de los países más pobres del hemisferio como Bolivia. “Ese es el riesgo de no tener un plan más integral respecto a los descubrimientos. No es la idea que los beneficios sirvan solo para pocos”, explica Maldonado. Todo indica que la moda de lo “regional” se sostendrá con el tiempo. Si, tal como explica la socióloga Susana Saulquin, la globalización y su estética se fue (o “mutó”) para no regresar, es probable que en los próximos años exploraremos más lo que las regiones tienen para darle al mundo. Qué tan afortunado será eso para nuestro país, dependerá del valor y el respeto que nosotros mismos le demos a nuestra propia cultura e identidad.

FUENTE: 7D

IMAGEN:  Federico Barreño

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